El porqué de las cosas
¿Qué nos impulsa a escribir? ¿Qué íntima pulsión hace que tecleemos contra viento y marea? ¿Qué indescifrable aliento hacía que Pessoa fuese anotando poemas en cualquier medio, una servilleta, un cartón, una estampa, una hoja de periódico, y guardándolas en cajas y baúles? ¿Qué hace que persista en mi afán en este blog clandestino? Quizá lo hagamos con la misma fatalidad con que un náufrago lanza al mar su mensaje en una botella, con la secreta esperanza de que otro náufrago, en otra isla desierta, lo lea y acuda al rescate. ¿Al rescate de qué? De los dos, probablemente. ¿Quién no necesita un cuerpo en el que cobijarse en las noches de invierno? Una mano que espante la soledad de las calles. Sabemos que es escribir es tan inútil como revertir la caída de un cuerpo. Y aun así, seguimos desafiando la ley de la gravedad y las leyes de la termodinámica. Es como si quisiéramos adornar nuestra derrota, perfumar nuestro fracaso con un hermoso adjetivo, una elegante metáfora, un párrafo bien armado. Como Monzó, escribimos para intentar explicarnos el porqué de las cosas. O para simular que desconocemos que las cosas sencillamente carecen de porqué.