Siri Hustvedt
Les repito con frecuencia a mis alumnos de la ONCE la máxima de Yeats: los mejores están llenos de dudas y los peores de certezas. Yo añadiría que los mejores están llenos de generosidad y los mediocres de insidia. Reflexionaba ayer sobre esto cuando escuchaba a un resabiado caballero opinar sobre las obras de la exposición de la imagen del Caixaforum y cuando horas más tarde leía a Siri Hustvedt. El caballero, con voz ceremoniosa y patricia, no dejaba de manifestar su insatisfacción ante las diferentes obras expuestas, siendo muy probable que su producción artística oscile entre el cero y la nada. Hustvedt, por el contrario, ha hecho de la duda y la incertidumbre epistemológica su combustible. Uno asiste extasiado a sus deslumbrantes análisis, siempre desde la inseguridad que provoca la interpretación de los hechos. Una de sus conclusiones más firmes es la artificiosa división entre la ciencia y el arte y entre lo que ingenuamente llamamos realidad y la ficción. Tras advertir sobre la nula fiabilidad de los recuerdos, de la precariedad de la memoria, integrada como está por el ingrediente de la fantasía, cuando no del delirio, defiende la verdad de las emociones. Lo que sentimos al leer un libro, ver una película o contemplar un cuadro es tan real como la mitosis en la reproducción celular. Los ensayos de su obra La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres son fascinantes. Siri Hustvedt tiene el don de la perspicacia y la sutileza. Donde muchos solo vemos caos y azar, ella aventura la causalidad y la interrelación. Lo hace además con un estilo literario que en nada tiene que envidiar a su pareja, el afamado Paul Auster.
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