Habrá quienes, puristas, aleguen que el desarrollo de los acontecimientos, el trazo de los personajes y la resolución de los conflictos sean poco verisímiles, como si la vida misma lo fuese. Entremos en materia: solo la primera secuencia, en la que un soberbio Quim Gutiérrez se dirige a unos estupefactos invitados a su fallida boda, justifica con creces el precio de la entrada. Luego, unos diálogos chispeantes, dignos del mejor Allen o Lubitsch, una acción desenfrenada, unas interpretaciones ajustadas a las morfologías de los personajes, con un punto de contención dentro de lo disparatado del guion, un escenario sugestivo (la ciudad de Comillas), la mano diestra de Sánchez Arévalo cambiando de perspectiva para mostrarnos el patetismo de los personajes, unos Raúl Arévalo, Inma Cuesta y Antonio de la Torre, amén del mencionado Gutiérrez, realmente espléndidos, la sabia y equilibrada combinación de vodevil, guiñol, farsa y tragedia, incluso de astracanada, hacen que uno salga con la duda de si ha asistido a una comedia, un melodrama o un divertimento con unas gotas de Schopenhauer. En fin, cuando una película consigue hacerte reír y llorar, en ocasiones en breves intervalos, es porque goza del don de la emoción, un bien cada vez más escaso en nuestro cine.