Entropía
El dolor, como la termodinámica, tiene también sus leyes. La primera de ellas sentencia que, como la energía, solo se transforma. La segunda, que la única forma de tolerarlo es saber que nunca desaparecerá. Con frecuencia se vale de la memoria, que dispara a traición con la constancia, la profesionalidad y la eficacia de un francotirador. Ayer, sin ir más lejos, lo primero que me llegó al móvil fue esta imagen, enviada por Google a primera hora. Hoy hace dos años era la frase que acompañaba a la imagen. Pocos días antes habíamos subido los mil trescientos escalones hasta el castillo de San Juan, en Kotor. Nada hacía presagiar la inminencia del desastre. Es una fotografía que tomé en un atardecer otoñal, en esa hora incierta en que el pulso entre la luz y la sombra empieza a desequilibrarse, desde el apartamento que alquilamos en Dubrovnik. De pronto todo mi andamiaje se vino abajo. Volví a comprender que la vida, como los jarrones rotos, nunca puede regresar a su estado original. En física, la entropía mide la cantidad de desorden que hay en un sistema, la parte de energía inútil. Para medirla, necesitamos a los grandes poetas. A Pessoa, a Plath, a Auden, a Quevedo, a Keats, a Celan, a Sexton. Por ejemplo.
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