Las cosas que decimos, las cosas que hacemos
El cine francés es a menudo un cine de tesis. La de esta película sería el desajuste entre la convención y el deseo. Una de las muchas concesiones que hemos hecho para que nos acepten en la gran representación mundana es renunciar al impulso del deseo y asumir el monopolio privado de los cuerpos. El cuerpo se convierte por una ley contractual en una mercancía, en una heredad. Ello va contra nuestra íntima pulsión animal y conduce, se tome la opción que se tome, el acatamiento o el desafío, al desastre. Si lo primero, renunciamos al festín de los sentidos y a la alegría íntima que proporciona el placer sin fronteras ni prejuicios. Si lo segundo, nos adentramos en el territorio de las sombras y la doble vida del hereje. Los personajes de la película, contra lo aprendido, se van enamorando sucesivamente, habitando otros cuerpos, rompiendo los grilletes morales. En vano tratan de reprimir los afectos, de reconducirlos. Y en esa falta de sintonía entre lo que se espera de nosotros y lo que anhelamos se cifran nuestra melancolía y la insobornable sensación del tiempo perdido, de fracaso. El cuerpo ajeno siempre no es necesario, sea en forma de volcán que nos abrasa o de puerto que nos refugia. Todos los intentos por sublimar esta realidad han acabado fracasando y creando unos monstruos con sotana raída y una halitosis repugnante.
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