Con este señor de la foto, todavía en el poder, ha estado medio mundo haciendo negocios hasta hace un rosario. Ilustres mandatarios han jugado el papel de perfectos anfitriones permitiendo que instale su jaima, escoltado por su guardia amazónica, en varios palacios gubernamentales. Otros, a cambio de mirar para otro lado y reírle las gracias, se han llevado un caballo como
regalo. Desechemos, por facilón, el comentario sobre su rostro (este rostro, como casi todos, se comenta a sí mismo, parece una enmienda a la totalidad) y centrémonos en su único miembro visible: la mano derecha que emerge de un brazo flácido y minúsculo. El ostentoso anillo, con la correspondiente dosis de piedras preciosas engastadas, obliga al meñique a hacerse a un lado, con la misma displicencia con que se trata a un súbdito acostumbrado a apartarse con un simple chasquido. El resto de los dedos, sarmentosos como corresponde a un anciano, sugiere una sensación de reposo que es contradicha por el envaramiento general, por la pose de felino dispuesto a dar un zarpazo en cuanto el fotógrafo gire sobre su eje de simetría, puede que antes. Del pecho cuelga un broche, una insignia, un símbolo de vaya usted a saber qué hermético código, castrense o religioso. Pero lo que definitivamente aterra no es lo mostrado, sino lo oculto, ese brazo izquierdo que parece agazapado, a la espera de que concluya el engorroso trámite con el fotógrafo para volver a poner la realidad en su sitio, como el titiritero que se despoja de la máscara al acabar la función.