
La familia, como institución socioafectivaeconómica no es ni buena ni mala, sino todo lo contrario, que dijo aquel. Es, eso sí, paradójica: sus más combativos defensores (tanto que a poco que te descuides pueden hacerte una avería en la línea de flotación), son unos tipos con sotana que curiosamente se cuidan muy mucho de crear (al menos abiertamente) nuevos grupos familiares. Cualquiera que haya leído a los clásicos sobre esta materia, Engels, sin ir más lejos, estará al tanto de la interrelación de la familia con el sistema productivo, y cómo ambos han ido evolucionando de la mano a lo largo del tiempo. Ignorar este aspecto y refugiarse en martingalas y soflamas moralistas supone no entender nada al respecto. No se trata de reducir una entidad tan compleja y poliédrica a una lectura economicista, los afectos (desde el amor más exaltado al odio visceral) existen, faltaría más, cómo negarlo, pero tampoco de caer en exégesis voluntariosas, llenas, como el infierno, de buenas intenciones. Conozco tantas familias, y de tan amplio espectro, que me resulta imposible dictar una sentencia ecuménica. Desde familias asfixiantes en las que, como en prisión, la primera obligación es escapar, a otras en las que sus miembros gozan, amén de los vínculos afectivos, de la necesaria autonomía para crecer individualmente. Me sorprende, sin embargo, y no deja de ser otra paradoja, que se nos obligue a examinarnos de teoría y praxis para conducir un vehículo pero sea tan elemental y primario el acceso a la condición biológica de padre. Por lo menos, hoy me han caído un
auster y un tinto madrileño de crianza que me dispongo a descorchar ahora mismo. A vuestra salud.