Lady Voldemort
Adolecen muchas memorias, y estas a su manera lo son, de un alto grado de exaltación e indulgencia hacia sí mismo por parte del autor de las mismas, una visión edulcorada rayana en la Arcadia, donde todos los contratiempos se achacan a los otros (el infierno son los otros) o a los imponderables. En mi caso, debo reconocer, no sé si paladinamente o no, que en un par de ocasiones, el principal responsable del desaguisado fui yo mismo. Cuando alguien no encuentra antídoto alguno contra una campaña de acoso y derribo, cuando no es capaz de plantarse ante su agresor (agresora, en este caso) y se limita a esperar la llegada del fin de curso para superar la situación, debe entonar su porción de mea culpa. De acuerdo en que, llamémosla así, Lady Voldemort era la perfecta amalgama de la demencia y la agresividad, en que sus desmanes hacia la víctima eran bendecidos, sumisamente, por las sonrisas indulgentes de la mayoría de los compañeros, que actuaban como el ciervo que huye mientras el cazador se ensaña con otro miembro de la manada. Pero el primero en bajar los brazos, en limitarse a aceptar como inevitable el curso de los acontecimientos, fui yo mismo. Todo arranca en un patio de recreo, con la susodicha haciéndome una inverosímil proposición sexual, y mi consiguiente rechazo. Si cada vez que una mujer me ha negado sus favores yo hubiera tenido que emprender una campaña bélica, la industria de armamento obtendría beneficios aún más pingües de los que ya obtiene. En fin, durante seis meses aguanté toda suerte de descalificaciones en público, risas mefistofélicas, miradas intimidatorias, pero no fue hasta el final del mismo cuando mostró su condición en todo su esplendor. Estando yo reunido en el despacho del director con él y la inspectora, con la puerta entreabierta, Lady Voldemort irrumpe torrencialmente y, para pasmo de todos los presentes, amenaza a la inspectora con denunciarla en los juzgados si me concede una comisión de servicios. Tal era el pánico que esta sujeta provocaba, tal su fama depredadora, que nadie osó contestarla. Cuando al mes siguiente se enteró de que yo había obtenido plaza en la oposición de Secundaria, fue la primera en llamar para felicitarme. Luego supe que se pasó el día protestando porque, según ella, otros se la merecían más que yo. Felizmente, va ya para diez años que no he vuelto a cruzarme con ella.
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