Mientras otros se acercan a la iglesia a escuchar el sermón dominical, yo cumplo mi propio rito, y después de haber hecho mis abluciones y metido entre pecho y espalda un almuerzo contundente, bajo a por la prensa y con un ojo en el periódico y otro en la acera para sortear baches y cagadas de perros, me dejo cautivar por la prosa de orfebre en la
columna de Manuel Vicent. Con una pericia consumada, sabe cómo engastar un adjetivo sofisticado y cómo marcar el ritmo preciso, cumpliendo a rajatabla con la tradición musical valenciana que mamó en su niñez, mientras nos muestra con su inteligencia fenicia un pecio de realidad. A este hombre tan discreto y pudoroso, me lo he ido encontrando en los lugares más insospechados, no solo en su patria deniana, en un café, por las calles de Granada, en una sala de cine, en un museo, en un puerto, y espero seguir encontrando su artículo cada mañana de domingo y dejar que durante unos minutos, los que tardo en alcanzar la panadería, borre la sonrisa azul que se le va quedando, como a todo alpinista moribundo, a esta sociedad moralmente congelada, lo que son las paradojas, en pleno cambio climático. Gracias, maestro, y larga vida.