Rosas
Cada sábado, de buena mañana, me calzo unas deportivas, me pongo una gorra y me dispongo a recorrer los casi cinco kilómetros que me separan de su columbario. A la entrada del cementerio compro una rosa roja y les pido que corten el tallo por la mitad. Con la rosa en la mano cruzo el cementerio y la introduzco en el vaso florero tras haber cambiado el agua. Con frecuencia la rosa anterior ha desaparecido. Me pregunto quién puede haberla robado y para qué. Me pregunto también por qué llevo una rosa cada semana. A los muertos les resultan indiferentes nuestros actos, de modo que sigo sin saber la verdadera razón por la que cada siete días atravieso sucesivos parques y todo el cementerio para plantarme ante su lápida y depositar una rosa bajo su fotografía de cerámica.
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