Deseo, peligro
El éxito de una película dramática se mide por la densidad del silencio reinante en la sala. Ayer, en el Renoir Retiro, no se oyó ni una mosca durante las dos horas y media de proyección. Ang Lee se puede permitir algunos lujos, como invertir un minuto de rodaje en el encendido de un cigarrillo y otro tanto en una mirada que se demora hasta la parálisis de los sentidos. Es de estos, del imperio de los sentidos, de lo que en el fondo trata la obra, con un Shangai ocupado como trasfondo y unos cuantos personajes atrapados en sus cuitas ideológicas o sentimentales. La ambientación y la caracterización de los personajes son, como es habitual en este director, impresionantes, y la interpretación de los actores, con alguna excepción que no desvelaré, también. Pese a su trágico final, que obviamente tampoco desvelaré, late un mensaje, aunque subrepticio, de esperanza. Por encima de todas las miserias humanas, pese a las miriadas de minas con que sembramos la existencia, la pasión, el amor, el sexo, o como queramos llamarlo, son capaces de provocar un conmovedor canto final. Aunque ese canto sea el canto del cisne, premonitorio de su desaparición. A diferencia del tuerto general que gritó Viva la muerte, yo salí de la sala con ganas de gritar: Viva el amor manque pierda.
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