El sonajero
Entre
toda la ingente información con que nos asaltan a diario, ocurre de tarde en
tarde que una noticia te impacta como un puñetazo en pleno rostro. En un parque
infantil de Palencia, donde antes se hallaba un cementerio, un equipo de
arqueólogos ha descubierto, junto al cadáver de una joven mujer, Catalina Muñoz
Arranz, fusilada por un pelotón militar, un sonajero. Era el sonajero con que
jugaba su hijo de nueve meses (actualmente tiene 83 años) y, al parecer, la
madre lo llevaba metido en un bolsillo cuando se produjo su fusilamiento.
Luego, fue enterrada en una fosa común, sin ataúd, y rociada con cal viva. Es
difícil encontrar un contraste mayor entre dos realidades: la del objeto
infantil encarnando la más absoluta de las inocencias, y la extrema crueldad de
alguien asesinada tras un juicio sumarísimo, sin la más elemental de las
garantías. Crecer significa aprender a convivir con las paradojas, con las
sinuosidades de la existencia, con la estupidez y la maldad, y también que hay
preguntas, que por mucho que uno se estruje el magín, permanecerán sin
respuesta. Una de esas preguntas para las que no encuentro explicación racional
alguna es por qué la misma gente que reclama para sí los valores cristianos,
entre ellos la capacidad de perdón y la caridad, se niega contra viento y marea
a colaborar con algo tan básico como dar sepultura a los miles de muertos que permanecen,
80 años después, abandonados en fosas comunes y cunetas, a la espera de una
digna sepultura. Tal vez haya que añadir al decálogo de mandamientos uno más.
Uno que hable del derecho de los muertos y sus descendientes a descansar en
paz.
<< Home