Homófobo
El pescadero, desde su atalaya, otea el
horizonte y descubre su presa. No sabe que es un homófobo, porque desconoce el
significado de esta palabra y porque hacer chistes sobre maricones le parece el
deporte nacional. Se pone contento cuando se le acerca alguien que él cree que
es uno de ellos. Se apresura a informar a sus compañeros, para que disfruten
adecuadamente del espectáculo. Con la clientela como espectadora invitada, interpela
a la víctima, tirando de tópicos y clichés, para que todos sepan a quién se
está refiriendo. Está acostumbrado a tener éxito, es su especialidad. El
pescadero se siente orgulloso de su hombría y virilidad, y le parece de una
justicia elemental mofarse de quien no se ajuste a su código. Por no saber, no
sabe siquiera si su víctima propiciatoria es o no homosexual, pero él ha
vislumbrado en su pose o en su voz el dato irrefutable: el cliente es un
mariquita y hay que castigarlo. Lo de menos es la humillación de la víctima, el
ataque gratuito y cruel a su dignidad, cómo se pueda sentir ante algo así. El
pescadero cree que es una buena persona, porque seguramente trata bien a su
mujer y a sus hijos, si los tiene, y es muy apreciado por sus compañeros y
amigos. Pero su víctima, que soy yo, quiere decirle que no lo es. Que hace
falta ser muy miserable y canalla para querer crecer a costa del otro. Y por
cierto, quería decirle también, para su conocimiento, que no, que no soy
homosexual. Pero que a mí no me importa si él, en su fuero interno, lo es.
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