Aunque el trabajo docente es en gran medida una actividad individual, en la que pasamos la mayor parte de nuestro horario a solas con nuestros alumnos, es inevitable, como en cualquier colectivo por disperso y heterogéneo que sea, la producción de lazos afectivos, de redes sentimentales, y son precisamente esos lazos, por encima de discursos más o menos elaborados y coherentes, los que nos definen y delatan. De modo que más nos valdrá elegir con tino y tiento nuestras amistades profesionales, porque ellas serán nuestro termómetro y divisa. Conviene asimismo elegir acertadamente a nuestros enemigos, a esos compañeros que nos negarán por sistema el pan y la sal, que agigantarán nuestros yerros y obviarán nuestros aciertos. Yo, que me precio de tener buen ojo para discernir el paisanaje, tengo también mi particular debe. Hay que tener cuidado con los elogios, porque nos hacen bajar la guardia y permiten que se cuelen de rondón seres indeseables. Un elogio viene a ser como un pólipo que en cualquier momento se puede malignizar. El mismo individuo que nos ensalzaba sin mesura puede, por un quítame allá esas pajas, convertirse en un fiero detractor, en un némesis indomable. De todas las decepciones (tampoco muchas, afortunadamente) que he sufrido en mi cuarto de siglo como profesor, la más dolorosa fue la de un poeta pertinaz, un incansable hortelano de su parcela de gloria literaria. Yo esto de la gloria nunca lo he entendido, porque en el mejor de los casos acaban erigiéndote una estatua que acaba indefectiblemente llena de cagadas de palomas. El caso es que durante todo un curso le corregí sus artículos, asistí a sus variopintas presentaciones de libros (en ocasiones con mis hijas pequeñas, que dormitaban en la primera fila), le compré un par de libros y soporté estoicamente sus desplantes de eminencia social. Tanto celo fue recompensado con la exclusión de su lista de amistades ante mi primera ausencia en un acto social y con su reacción destemplada cuando atisbó un ejemplar de mi sonrisa de Buster Keaton sobre la mesa de la sala de profesores. ¿Este también publica?, masculló entre dientes mientras arrojaba el libro lejos de sí. Alguien pensará que este es un ajuste de cuentas. Lo es. Y para reafirmarlo, adjunto el soneto (mi primer y último soneto, tengo claro que lo mío no es la poesía). Y a él, que presume a las primeras de cambio de sus premios literarios, le diré que el mayor ganador de
premios en España es un electricista llamado Manuel Terrín, un perfecto desconocido, que lleva ya la friolera de 1530, lo cual no es tan meritorio en un país en el que cada año se convocan más de 1600 y hay auténticos profesionales concurseros.
Me cuentan, ¡oh, poeta bogavante!,
que viendo mi libro sobre la mesa,
con altivo mohín e intención aviesa
y haciendo caso omiso del talante
proclamaste, ¡oh, poeta sulfurante!,
tu supino desdén al ver la letra impresa,
y comportándote cual rancia marquesa
soltaste un exabrupto degradante.
¿Cómo habiendo sido yo generoso
contigo, pese a tus ínfulas criollas,
tenido has proceder tan halitoso
cuando, para no levantar ampollas
nunca te dije, vate melindroso,
que siempre supe que eras gilipollas?
1 Comments:
Para no ser poeta dominas muy bien el ritmo y la rima. Consigues de manera ejemplar dejar al susodicho en el lugar que se merece, y además ahogado entre endecasílabos y rimas consonantes.
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